¿Cómo fue que pasó todo esto, si hasta la mañana de mi primera visita a la sala de emergencias yo estaba perfectamente sana y feliz, alimentándome bien, tomando vitamina C y suplementos naturales para tener las defensas altas? Orgullosa de ver como todo mi entorno había caído víctima del gélido invierno de Santiago, y yo seguía operativa, saludable y fuerte… sobre todo fuerte.
No fue sino hasta el tercer pinchazo de ese viernes de decaimiento abrupto, que acusé recibo del dolor en mi cuerpo y solté la primera lágrima, la segunda, y luego un llanto hondo, interrumpido a ratos por la tos y el oxígeno que me brindaban para poder normalizar mis signos vitales, ¡¡¡Tenía una pena honda, hondísima, y no había podido encontrarme con ella por más que en las semanas anteriores me detuve a buscarla!!! Claro… bajo mi cuerpo de roble erguido yacían mares de desconsuelo, que hace dos meses había contenido estoica ante un grave accidente que puso a mi marido cerca de la muerte, y me puso por primera vez en mi vida como la única responsable legal, afectiva y moral de otro. Durante las 3 semanas iniciales de ese evento, actué con una fortaleza desconocida incluso para mí, gestionando trámites médicos, siguiendo indicaciones, pasando horas solitarias en la sala de espera, entregando informativos familiares que brindaran consuelo y tranquilidad a todo el entorno cercano sin requerir yo misma consuelo de nadie: era tan grande la felicidad de tener a mi hombre vivo y con mínimas lesiones tras ser empujado por una ola contra el fondo del mar y sufrir una parálisis temporal bajo el agua mientras surfeaba a kilómetros de distancia de mí, que ya nada podía hacerme flaquear, sólo podía estar agradecida e inmensamente feliz de las bendiciones que se nos regalaban.
Pasaron las horas críticas, las semanas duras, los días de incertidumbre, y finalmente la tristeza nunca llegó a nuestra cita… yo me aburrí de esperarla y comentaba con otros “Quisiera llorar pero no puedo, no nace, la pena se queda en el estómago y no sube, parece que se va a ir sola” hasta que me olvidé… Hasta ese viernes, cuando de golpe el dolor del cuerpo trajo todo aquello de regreso en segundos.
Miro en retrospectiva y no puede dejar de asombrarme lo legítimo, simple y fiel que es nuestro cuerpo ante la compleja humanidad que cada uno de nosotros somos: podemos engañarnos, cegarnos, ocultarnos por un rato, vestir un traje prestado de energía, fortaleza u optimismo con talla más grande que la nuestra, pero la elemental naturaleza de nuestro cuerpo jamás miente, ella jamás da lugar a la duda o la postergación, cuando ya no se puede sostener más, simplemente grita, con toda la fuerza que sea necesario para que atendamos nuestros asuntos de fondo.
Desde 2014 me he maravillado con el hermoso sincretismo que ramas de la ciencia, medicina, física cuántica e iniciativas terapéuticas han realizado para comprender y atender la innegable relación que existe entre nuestras emociones y padecer físico, incluso convirtiéndose en enfermedades (agudas o crónicas) que, muchas veces, no dan tregua por meses o años hasta que el paciente se decide a hacerse cargo del dolor madre de todos sus males, ese que padecemos pero no atendemos: Una vida de recriminaciones, una relación quebrada con un progenitor, un resentimiento que no se grita, una rutina inauténtica y dolorosamente vertiginosa, dudas y miedos que paralizan a avanzar un solo paso, y tantas otras tramas que pasan de una inocua inquietud a una emoción pulsante, un estado de ánimo permanente, y que en definitiva se atomiza, solidifica y finalmente se representa materialmente en un padecer físico que nos viene a pedir de un modo más patente que por favor nos hagamos cargo de atender aquello que inicialmente nos iniquietaba, y que ahora ya produce un dolor en el cuerpo y el alma.
He tenido el privilegio de conocer, estudiar y poner en práctica con mis coachees y conmigo misma el aporte que han realizado en esta unión “cuerpo y alma” disciplinas como la bioneuroemoción, la medicina sintergética, el código de emociones, la ancestral sabiduría de la medicina tradicional china o el ayurveda, y los innovadores aportes que Gregg Braden ha efectuado corroborando científicamente estos postulados desde la física cuántica; y desde todo ese bagaje no me cabe duda del privilegiado aporte que los coaches ontológicos podemos ofrecer al cuidado, recuperación y fortalecimiento de una salud integral en todos quienes acompañamos: una que integre sus dimensiones intelectuales, emocionales, corporales y las vea desde un todo viviente y en el que avanzamos en permanente evolución, acierto y error, una salud que se beneficia del mirarse y acompañarse a ser mirado para expandir y manifestar ese bienestar. He sido testigo de cómo jaquecas crónicas se disipan cuando se expresa la rabia, cuadros lumbares ceden al poder pedir ayuda y apoyarse en el mundo, reflujos y gastritis desaparecen al comenzar a expresar molestia y límites cuando antes era todo humor y sonrisas para pasar los momentos tensos… Y al menos para mí, es que es innegable el beneficio y contribución que el conocer, habitar y distinguir nuestras múltiples gamas y paletas emocionales nos brinda en nuestro día a día… ¿Cómo comprender qué me pasa o para qué me pasa si no sé bien siquiera quién soy y cómo reacciono ante lo que el mundo me propone como experiencia?
Impresionantes investigaciones como las realizadas por el doctor Vladimir Poponin, el Hearth Math Institute o inclusive el pentágono estadounidense, han demostrado categóricamente el impacto que las emociones, el pensamiento y los sentimientos tienen sobre la constitución molecular del ADN humano, siendo inclusive capaz de modificar su forma, hacerlo contractivo o expansivo en concordancia con el estímulo que recibe. Por tanto, aquello que por años sólo fue una conjetura de sabiduría popular como “se enfermó de pena”, hoy es perfectamente explicable y comprensible (sino, pregúnteme a mí! )
Como individuos conscientes y responsables de nuestra propia coherencia, quienes hemos tenido el privilegio de formarnos como coaches ontológicos, debemos procurarnos todos los espacios de aprendizaje emocional que nos sean posibles, para luego (y principalmente si ejercemos acompañando a otros), poder observar, distinguir y generar las inmersiones emocionales que sean requeridas para vivir nuestro emocionar en ecuanimidad y expansión, sin reprimir, omitir, acallar o postergar ese flujo natural y permanente, que tantas veces nos parece disruptivo o anormal.
Tras estas líneas y estas dos semanas en que mi cuerpo me arrojó a un descanso forzado, pero de profunda comprensión, no puedo sino invitarlos a conectarse con sus sensaciones corporales y emocionales, atenderlas y conocerlas como algo prioritario y fundamental en la vida. ¿Qué podría ser más importante en tu vida hoy que el bien- vivir tu propia naturaleza? Y si acompañas a otros en la misma senda, nunca olvides que acompañando a los dolores de su alma, su cuerpo también incorporará alivio, aprendizaje y nuevos recursos para expresarse y ser atendido sin valerse del dolor y la enfermedad para hacerse oír.
Natalia Franco, Coach Ontológico Integral.