Podemos cambiar de rumbo si prestamos atención a lo que nos aporta bienestar, preguntándonos y conversando sobre qué solución nos beneficiaría más, adónde nos gustaría llegar, qué es lo que nos ilusiona. Según sea nuestro discurso interior, contribuimos a sufrir más o menos.
Cuando uno padece, suele tener más preguntas que respuestas. Si se repite la pregunta que le lleva a la tristeza y a la decepción, se queda atrapado en el pozo del sufrimiento. Para no incrementarlo, seamos conscientes de los interrogantes que nos planteamos y elijamos bien el que conviene.
Es necesario controlar nuestros pensamientos para que no provoquen un efecto de martillo sobre el clavo que, a base de golpes, profundiza en el agujero. Lo que ocurrió ya pasó, pero dejó herida, y con los pensamientos recurrentes de angustia, rencor o culpa nuestra herida no se cura. Entonces intentamos huir del dolor. Huimos de él absorbiéndonos en las acciones. Lo ocultamos con consumismo, juegos de azar, adicciones, acontecimientos deportivos. Tomamos decisiones por miedo a sufrir o huyendo, y dejamos conflictos por resolver. No afrontamos lo que nos ocurre, no nos permitimos sentirlo. Escapándonos del dolor, este se acumula en nuestro interior, hasta que uno se encuentra deprimido o con necesidad de explotar.
Si vivimos obsesionados por la satisfacción de lo inmediato y estamos permanentemente huyendo de los inconvenientes y de las adversidades, nos debilitamos. Una sociedad que elimina el dolor huyendo de él es frágil porque se siente permanentemente amenazada. La sociedad occidental está orientada hacia el éxito. Sufrir se asocia a fracaso, a ser flojo, a no llegar, a sentir que uno no forma parte del sistema productivo y no sirve.
Tememos lo que desconocemos, lo que no tiene forma, lo que está en nuestra sombra, diría Carl G. Jung. Permitirnos espacios y tiempos para estar solos de vez en cuando facilita establecer un diálogo interno con el cual descubrir y conectar con nuestra fuerza personal. Si uno está bien consigo mismo, le será más fácil estar bien en el entorno y con los otros. Si uno se siente cómodo, no huirá de sí mismo. Gozará estando solo y también en compañía. Es en la soledad cuando uno puede escucharse mejor. El padecimiento emocional nos indica que quizá estamos aguantando algo que deberíamos soltar. Tal vez hemos de aprender a decir no o sí, o a poner límites; tal vez debemos cuidarnos más, o necesitamos más silencio.
Al no escuchar lo que el abatimiento nos señala, llega un momento en que se produce una grieta interna. Hemos huido de nuestra propia voz interior que nos quiere comunicar algo. El desconsuelo indica la posibilidad de un cambio latente. Cuando encontramos el sentido de nuestra angustia, esta se transforma.
Con motivación se atraviesan las dificultades que se presentan para lograr nuestro objetivo. Cuando la serpiente tiene que desprenderse de su piel vieja, escoge transitar por dos piedras próximas que le aprieten, le rasquen y le ayuden a eliminar su piel. Ese tránsito le provoca dolor, pero le ayuda a deshacerse de lo viejo para dar lugar a lo nuevo. Es el final de un proceso y el inicio de otro. Y en ese tránsito sufrimos. Si nos resistimos a atravesarlo, la angustia se incrementa, pues no soltamos lo que ya no nos aporta, lo que necesitamos, ni damos espacio a lo que quiere nacer. Uno puede enquistarse en ese dolor, alargando el padecimiento y haciéndolo agónico.
El dolor nos indica que algo nuevo está naciendo. Si mantenemos puesta la marcha atrás, no avanzamos, podríamos decir que la herida se infecta. Si asumimos y transitamos el dolor, dejamos paso a lo nuevo. Hay que fluir aunque sea en mitad de la incertidumbre. No sabemos lo que nos espera después de ese cambio, y esa inquietud nos puede provocar una falta de fuerza interior. Sin embargo, desprenderse de lo que nos daña es lo que nos libera, nos fortalece y nos hace libres.
Por ejemplo, uno puede sentirse invadido por el sufrir que le provoca la pérdida de un ser querido y estar años y años padeciendo. O bien, aunque haya perdido a un hijo, a una madre, a un gran amigo, puede conectar con los momentos llenos de sentido y felicidad vividos con ellos, y aunque probablemente habrá una sombra de dolor con el recuerdo, este no ocupará ni nublará todo. Uno sentirá el agradecimiento por esos momentos
Cuando atravesamos el sufrir, nadie puede responder por otro. Este es un sentimiento intransferible y, aunque nos demos cuenta, nadie puede hacer nada, cada uno debemos recorrer ese camino por nosotros mismos. Si, para evitar que una mariposa sufra al salir del capullo, le ayudamos a abrirlo, la mariposa no utiliza su propia fuerza, sus alas se debilitan y se muere. Es ella la que debe atravesarlo para fortalecerse y así poder volar. Cada uno tenemos que salir de las propias redes que nos envuelven y reforzarnos en el tránsito.
Sin embargo, compartir la dificultad, darle nombre y expresarla, aligera la carga. Es más fácil si lo identificamos, lo nombramos, lo escuchamos, lo miramos cara a cara y lo humanizamos. Lo que ocurre a veces es que la vergüenza o el miedo a lo que pensarán al ver nuestra vulnerabilidad o debilidad, o a que nos etiqueten como alguien fracasado, dificulta que compartamos nuestro sufrimiento. Debemos aprender a acompañar al que se encuentra en esta situación sin juzgarle. Una mirada amorosa que acoge ese dolor y no juzga cuando uno se abre a ser escuchado y a compartir ayuda a expresarse para soltar el dolor acumulado en nuestro interior. Y cuánto más hayamos pensado que seríamos juzgados, si descubrimos en el otro ternura y comprensión, eso es profundamente liberador. Tener dónde expresar y manifestar lo que nos angustia descarga nuestro peso.
Para aligerar, nos ayudará también escribir. Elaborar una carta dirigida a uno mismo, en la que se conversa con la parte que no para de sufrir y está herida. Ejercitando la verdadera presencia, conseguimos aliviar la angustia que hay en nuestro interior.
Se trata de transformar las adversidades y los monstruos, que son nuestros miedos, en aliados sobre los que cabalgamos. El mito de san Jorge es un ejemplo de transformación: el miedo y el dolor que simboliza el dragón se convierten en una cabalgadura que libera a la princesa. San Jorge no mata al dragón, sino que monta sobre él porque lo ha integrado.
Entregarse en el tránsito que implica el dolor y no eludirlo hace que aquello que parece un obstáculo y una gran devastación se convierta en una oportunidad. No es fácil dar este salto. Pero la clave está en confiar. En un espacio en el que impera este clima se crean nuevas dinámicas liberadoras que nos revitalizan y nos abren al sentido de vivir. Creemos que a cada instante respiraremos, que a cada paso que demos el edificio aguantará, que cuando lleguemos a casa nos encontraremos con la persona a quien hemos dejado. Nuestra vida está hecha de confianza. Cuando nos convertimos en seres recelosos, nos deshumanizamos. La confianza nos humaniza. Vivamos en la fe radical de que todo tiene sentido más allá de lo que podemos percibir con nuestras cortas miradas.
Fuente: Miriam Subirana, diario El País